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lunes, 11 de noviembre de 2013

Pasaron las grullas

por Liria Evangelista








Y también quiero maní con chocolate, le pido a mi papá antes de que se apaguen las luces del Cosmos 70. Me lo compra, me parece que quiere mimarme porque él casi nunca me lleva al cine. Nunca llego a abrir la caja porque la emoción me hace doler la panza y el nudo en la garganta no me deja respirar. Hacía más de diez años que Pasaron las Grullas había ganado la Palma de Oro--de un festival en Francia, me cuenta mi papá--, pero de vez en cuando la vuelven a dar en ese cine que a nosotros nos gusta porque dan películas socialistas. Las obras de arte de la revolución, así les dicen en casa.   Esa tarde es inolvidable, porque mi papá se puso el traje de salir y una corbata azul a pintitas para llevarme al cine. La película es en blanco y negro, pero a mi no me importa. Todo lo contrario, me encanta, porque es como las de Hollywood en Castellano, en la tele. Además, me parece que el blanco y negro hace todo más triste, más emocionante.
Esa fue la Gran Guerra Patria, me susurra mi papá, bien bajito, para que no se escuche en la sala. Veinte millones de muertos tuvo la URSS. Veinte millones, igual que la cantidad total de víctimas de la Primera Guerra Mundial. Yo no quiero matemática histórica, quiero tragarme los mocos tranquila y llorar el dolor de la protagonista como si fuera el mío. No recuerdo los nombres de los personajes sino el de los actores principales. Misterios de la memoria.  Podría ir a Google y buscar la información que necesito. No quiero. Lo que yo quiero es tener doce años y volver a sentarme en el cine al lado de mi papá. Y como no se puede, quiero recordar sin ayuda, defectuosamente.
La historia es sencilla: ellos se aman, viene la guerra y nada es como podría haber sido. Es primavera y pasan las grullas. Yo no sé qué es una grulla. Presumo que mi papá tampoco. Me dice que son como cigüeñas. Le creo, por supuesto. Para mí, todavía, una grulla es una cigüeña y no me interesa saber si eso es verdad o no.
Alexei Batalov se enlista. Es joven, hermoso y es, sobre todo, un comunista heroico. Ella, Tatiana Samóilova, sufre porque él se va al frente.  En una escena tremenda, es  violada durante un bombardeo por el primo de su novio, un pianista vicioso que no quiere entregar su vida por la patria. No se aman, pero deben casarse porque así lo exige la moral comunista (tengo doce años, ni se me ocurre que la moral comunista se parece bastante a la moral de mi vecina de enfrente, que obligó a su hija a casarse porque descubrió que su novio del barrio la había “hecho mujer”).  El joven y hermoso comunista muere para defender a la Madrecita Rusia. Cuando termina la guerra, Tatiana se viste de blanco y va a esperarlo a la estación con los brazos llenos de flores. El no vuelve y ella le regala las flores a los que, felices, tienen la dicha de reencontrarse con sus seres queridos. Fin. Lloro tanto, pero tanto, que aún estoy abrazada a mi papá, mojándole la corbata con mis lágrimas. No importa que mi papá lleve muerto más de treinta años, yo sigo ahí. Cuando llegamos a casa, me sube fiebre. Es tan sensible, dicen todos.


Acabo de verla nuevamente.  Una vez más, la memoria hace su obra. Sin piedad, me devuelve a la corbata azul de mi viejo, a su olor a colonia, como si nunca me hubiera separado de su abrazo. Tengo otra vez doce años. Parada en la estación, para mí también el reencuentro es imposible. Soy Tatiana repartiendo flores, soy la viuda blanca de la Gran Guerra Patria.

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